Diario Clarín de Buenos Aires
Cultura y Nación 07-06-90
La faz errante desciende a los abismos
por Juan-Jacobo Bajarlía
Daniel Calabrese elabora una poesía llena de imágenes, lejos de la retórica ad usum Delfini, con esa poiesis a la que Aristóteles le temía. El gran filósofo no se resignaba a admitir que el poeta es un creador. Lo sometía, como platón, a la borrachera de la divinidad. Si a esta se le ocurría que el poeta debía decir algo, se lo dictaba. Si la divinidad estaba furiosa o no había hecho la siesta, mataba al poeta con el peor de los dictados. La faz errante le enmienda a la plana, desciende a los abismos para mostrar ese rostro trágico que caracteriza al habitante de una civilización enferma por el poder y llena de miedo ante el fin de las utopías. Como decía Paul Eluard, en un poema que traduce hace muchos años para la revista Contemporánea, “hemos llenado el abismo”. La vida se nos ha vuelto un interrogante. El peor de todos. Un interrogante que no tiene significación o grafía conocida.
El autor se sumerge en las raíces del hombre para desentrañar las lacras que lo aquejan. De ahí esos versos que dicen: “es de noche en todo el mundo/ y la eternidad está marchita/ cada paso en la arena enciende/ una hoguera barra de brillo clandestino en la soledad”. No hace otra cosa que ver en la oscuridad. Maneja, indudablemente, esa melatonina hormonal que explica las notas agregadas a “La balsa de la Medusa”. Se mete en la condición humana, en esa enigmática ecuación que siempre nos atrajo a los poetas y que no viene solamente de T. S. Eliot, sino que ya estaba en Homero y en Arquíloco. Ellos también, con otras palabras, dijeron esto que dice cuando habla de la libertad: “la libertad viene/ es una vibración / pero la sangre queda en el suelo/ como una bandera derramada”.
Calabrese, desde el afuera, nos da esa visión poética en la que el verbo supera los límites de su estructura para crear una codificación rigurosa del hombre y del acontecer en que se haya inmerso.
La faz errante tiene una originalidad por encima de lo que el autor cree adeudar. Es suya y es nueva, le pertenece de manera sencilla e indiscutible, como esa frase en la que Hölderlin decía: “lo mío viene de mí mismo como el agua de un torrente”. No hay otra cosa. Los deudores suelen matar a sus acreedores. Y así debe ser.