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Vol. 12 No. 2 : Hispanic Poetry Review

TEXAS A&M University (TAMU)

 

 

Rutas argentinas hasta el fin

 

por Fabián Iriarte

 

Daniel Calabrese (Dolores, provincia de Buenos Aires, 1962) se siente lejos y cerca de Argentina al mismo tiempo. Lejos, porque desde hace dos décadas vive en Santiago de Chile, trabajando como director de la Editorial RIL. Cerca, porque nació en Dolores y vivió varios años en Mar del Plata, de vez en cuando regresa, y su idioma es, todavía, el español hablado en su país de origen.

 

Este libro, Ruta Dos (con el que ganó el Premio Revista de Libros 2012 del diario El Mercurio, otorgado por un jurado compuesto por Raúl Zurita, Óscar Hahn y César Cuadra), es testimonio de esa cercanía. En palabras de Calabrese, se trata de “una especie de viaje”: si bien el poeta no se mueve físicamente de su actual lugar de residencia, lo hacen su memoria y su imaginación, volviendo a su pueblo natal.

 

Dolores es un pueblo que se halla a medio camino entre Mar del Plata y Buenos Aires. Quien viaja a la capital tomando la Ruta Dos, pasa por allí. El poeta define esa ruta que pasa por Dolores como “un río”, pero también podemos pensar otras funciones: es una línea de separación entre un lado derecho y un lado izquierdo, un límite, un punto de llegada o de partida, un lugar estratégico de demarcación, un punto de encuentro o de despedida. La colección misma está dividida en dos partes, como un eco del nombre de la ruta: “Kilómetro 207” y “Maquinaria pesada”.

 

La Ruta Dos también es, como algunas rutas, un lugar de peligros, de choques, de posibilidad de accidentes. En un poema, la ruta es comparada con una medianera, esa pared que divide las propiedades de dos vecinos. La ruta es sendero de tránsito, de ida o vuelta: “Aquí siempre se va de Norte a Sur, / o simplemente se regresa. // Pero hay un tramo de la ruta / que tiene un solo costado” (“Medianera”, p. 57). Los lados, las direcciones, los puntos cardinales marcan zonas definidas por elementos (pasto, casuchas, campo, bruma, botellas arrojadas) y por acontecimientos que son la pequeña “historia” de la ruta: “Los accidentes, de aquel lado, / siempre quedan inconclusos”.

 

El poeta dedica su libro, quizás un poco enigmáticamente, a sus costados derecho e izquierdo. La alusión más inmediata a que se acude es el mito de la costilla de Adán; Dios usó uno de sus costados para crear a Eva, la compañera. La otra dedicatoria lo confirma: Calabrese también ha dedicado el libro a Eleonora Finkelstein, “porque todo lo que sucede sucede entre nosotros”. Pero también son posibles otros sentidos de la palabra “costado”.

 

En el poema “El costado izquierdo” (p. 70), un grupo de personas, cuyo número es indefinido, se han detenido al costado de la ruta, al borde de la cuneta, no sabemos si para descansar o porque han tenido un accidente. El escamoteo de información es deliberado, sin duda: el centro de atención es una cabeza de lagarto o serpiente, y en la conversación los viajeros tratan de decidir si el animal está vivo o muerto. Distintos signos compiten por la significación: el brillo de las escamas, los párpados cerrados, la apertura de un ojo, y finalmente una hormiga que emerge del cuerpo del animal. El olor a muerte es otra indicación, casi de semiótica médica, pero el hablante lo tacha de “insignificante”. ¿Por qué? En las rutas argentinas, se maneja sobre la cinta derecha del asfalto, de modo que el “costado izquierdo” no puede ser el borde de la ruta donde el auto se ha detenido. ¿De quién es ese costado derecho? ¿Es que hubo un accidente? ¿Es el animal una representación metonímica de un accidentado? En los mejores poemas de esta colección, es precisamente cuando no tenemos respuestas que la lectura queda en estado de inminencia permanente: volvemos una y otra vez a ese misterio del poema que no termina de terminarse.

 

Pero también la ruta (no la Ruta Dos, sino la idea misma de ruta y la realidad de otras rutas más extensas) es el punto de partida para la reflexión sobre el desplazamiento, esta vez entre dos países, Argentina y Chile, donde el poeta se radicó hace poco más de dos décadas. Sin enfatizar demasiado sobre la (¿feliz? quizás poéticamente) coincidencia, recordemos que el poeta procede de un lugar llamado “Dolores”. El dolor —físico, espiritual— recorre los textos, aun cuando no se lo nombre. Pero hay que decir también que las heridas y las penas no siempre quedan abiertas; el poemario da lugar a la sanación, contempla la posibilidad de restañamientos.

 

Una simple anécdota sirve para comenzar a ponderar el peso de las decisiones, el significado de la mudanza. Una pareja lleva un reloj antiguo de cadena a un relojero famoso, para ver si puede arreglarlo. “Es difícil”, dictamina el artesano. La pareja espera en el jardín del relojero, pensando “en lo que fuimos, en lo que seremos/ cuando los números y la luz/ se equilibren delicadamente”. El dictamen no es categórico, pero los clientes han tenido tiempo (irónicamente, ya que su reloj está roto) para reflexionar sobre el paso del tiempo y el cambio de lugar. Ellos se han convertido en su propio reloj: “Y salimos de aquel lugar / por una ruta invisible,/ medidos para siempre,/ listos para empezar y volver/ a empezar” (p. 56) El encabalgamiento es engañoso: no pretenden “volver”, sino “volver a empezar”.

 

Tres características predominan en este poemario: las imágenes de construcción y destrucción, una especie de visión desde arriba y el silencio como elemento fundamental. Estos tres elementos están unidos por la conciencia aguda de tiempo y lugar, dos categorías que se han fundido en una sola en la evaluación del poeta. Cuando menciona uno, también alude al otro, como en el poema “La carrera” (p. 58): “Ahora eché raíces en el tiempo./ Ahora estoy quieto y es mejor que sigas/ viajando hacia atrás…”

El poema inicial, “Método para calcular el tiempo” (p. 21), divide a los que viven a uno y otro lado de la ruta, cada grupo con su tarea: dejar caer, o sacar, “una piedra del vacío del ser”. En un juego de compensaciones y polaridades, “unos llenan su vacío/ y otros lo despejan”. Entre ambos hay un puente paradójico (viejo y nuevo a la vez) que cruzan, “hasta que el vacío es total”. Más allá de la anécdota (si es que podemos llamar así esta escena de connotaciones filosóficas), interesa la alusión al mito de Sísifo. Las tareas no parecen tener sentido; parecen ser castigos antes que tareas de construcción. La construcción de sentido y la construcción de una ruta terminan en el vacío. El primer poema no anuncia, en su juego de oposiciones, fáciles respuestas. El poema “Prodigio” (p. 23), dedicado a un amigo también escritor, Alfonso Mallo, desarrolla las mismas imágenes. El título, que parecía prometer un sentido positivo, se refiere a la escena “prodigiosa” (es decir, asombrosa) y repetida de la tarea diaria, “llevar una piedra de aquí para allá”. La piedra es “un espejo negro/ a punto de tragarse el mundo”, y por eso, cuando al fin logran enterrarla en la nada, “se pudren la memoria y las conversaciones tristes,/ y se hunden, con la piedra,/ en la más completa extinción”.

En otros casos, la tarea de construcción cobra significado porque permite evaluar, rememorar, ponderar. En el poema “La construcción del puente” (p. 25), los obreros que lo erigen se paran encima y ven desfilar a los seres vivos y también a los muertos. En “Obra” (p. 41), aunque la construcción está signada por cuatro dioses nefastos, los dioses de la muerte, la risa, el miedo y el absurdo, por lo menos hay un sentimiento de colaboración, de comunidad: “Esta clase de estructura es muy compleja./ Nunca se construyó algo parecido/ y ya sentimos la presión por terminar a tiempo”.

Construir, un verbo que generalmente lleva el signo de lo positivo, en varias instancias se vuelve ambiguo. Citemos los poemas “Una casa” (p. 81), “Otro puente” (p. 91) y “Arquitecto” (p. 115) como ejemplos. En este último, el poeta interpela al diseñador de su casa: “¿Qué cosa vas a construir? / ¿Qué cosa imperfecta?” Pero se da cuenta de que quizás la culpa no sea del arquitecto. Quizás el sitio elegido no sea el correcto; hay que asegurarse de haber elegido el lugar en que uno pertenece. El poeta se da cuenta, una vez que la pared se derrumba, de lo inapropiado de su posición: “esta cabeza no es de aquí”. La construcción deberá hacerse en otro lugar.

Consecuentemente con la ambigüedad de las imágenes de construcción, las imágenes de destrucción, que suponemos negativas, también muestran signos del polo contrario. Si bien en “Los demolidos” (p. 36-37) el poeta llama la atención sobre lo que está sucediendo, hasta en sus más ínfimos detalles, porque cree que la grúa “está operando en este paisaje cruel y hermoso, / como si una tragedia estuviera a punto de ocurrir”, en el poema “La deconstrucción” (67-68), con su alusión al “pequeño dios” del famoso poema de Huidobro y a su “Creacionismo”, la destrucción es lo que permite regenerar el mundo. “Máquina de escribir, máquina de placer,/ máquina de sumar y confundir las cosas”. En todo caso, si tanto el proceso de crear como el de destruir tienen elementos positivos como negativos, entonces se trata de llamar la atención sobre ambos: “La delicada destrucción está pasando/ justo ahora,/ por este exacto lugar” y ver de qué lado situarse.

La segunda característica que predomina aquí es una especie de visión panorámica: “Y todo se ve desde aquí arriba / con una inocencia brutal”, declara el poeta en “Armazones de cristal” (p. 32), una tarde, desde un séptimo piso. Y la brutalidad de esa inocencia le permite concluir, quizás a su pesar: “Pero entre lo que sentías y lo que sientes ahora / no hay más que una pequeña diferencia”. Como si hubiera esperado una revelación como resultado de mirar el pasado y el presente, como si estar arriba fuera una posición privilegiada para la conciencia. En “Tubos de gas” (p. 33-34), aunque no se mira desde arriba, el ejercicio es similar. Ante la amenaza de un escape de gas en una casa de familia, el poeta la considera desde el punto de vista de la escritura: “Alguien hará los mejores poemas, / pero también hará los peores”. Entre las corrientes y la frustración, cuyo origen y sentido desconoce, propone que “Meter el ojo en una tubería es un ejercicio de belleza”.

Y eso es lo que le importa: “Un poco de silencio sería lo mejor” (p. 32). El poeta ya había advertido, en el proemio, que “los pasajeros que viajen por primera vez / estarán dispuestos a permanecer en silencio”, lo cual suena a una condición de lectura de Ruta Dos. Los lectores seremos pasajeros callados. Pero también, a veces, los protagonistas del libro. En la anécdota de “El tanque australiano” (p. 29-31), el hablante, que ha ido con su padre a contemplar las estrellas, se mete en el agua fría, hasta que desaparecen la luz, el tiempo y el horizonte, y el mundo se hace redondo: “No sé cuántos días transcurrieron mientras/ me hundía en el silencio”. Es un ejercicio de experiencia de la muerte; el hablante ha recordado a su madre muerta, sus ojos enterrados (la ausencia de visión), y recuerda que en el Paraíso de Dante no se describen sonidos. “Las cosas siguen igual pero nadie me reconoce”, concluye el poeta. La paradoja es importante: si nadie lo reconoce, entonces las cosas no siguen igual. Decide ir al cementerio a visitar la tumba de su madre, pero ahora le resulta grato “caminar al sol,/ después de estar metido en el agua tanto tiempo”. El silencio ha sido una lección sobre la muerte y la vida.

Otros dos poemas también registran inusuales experiencias de silencio: “El umbral donde el idiota se reía” (p. 26), un texto en el que se describe el ritual mecánico y silencioso del “idiota del pueblo”, se basa en la repetición aparentemente in-significante de unos movimientos, hasta que “La palabra ‘momento’ se escapa de un televisor / y cruza la vereda sobre la cara del idiota”, tomando así el lugar de lo que en otras situaciones sería una epifanía. En “Los sonidos inaudibles” (p. 27), un experimento nocturno de grabar con un micrófono los sonidos de un bosque desolado da como resultado, primero “un soplido”, luego “ruidos bajos” y después “sonidos” semejantes a “la conversación de dos árboles que crecen”, y en algún momento algunas palabras parece crujir. Pero ¿se trata de un “espejismo” auditivo? El poeta lo ignora; sólo le queda la conjetura.

 

Ruta Dos nos lleva, o nos trae, dependiendo de cómo nos ubicamos en el mapa, en la lectura, en la geografía espiritual, a lo largo de la misma trayectoria que sigue el poeta. El viaje, los lugares en que se detiene, para el descanso o la memoria, es ocasión para hacer las cuentas, pensar qué falta hacer y qué falta desechar o destruir, examinar el lugar al que se llegó y los lugares que todavía esperan. Anne Sexton, en su poema “The Art of Losing”, decía (aunque con velada melancolía) que “el arte de perder no es difícil de dominar”. El poeta de Ruta Dos no afirma lo mismo con tanta resolución, pero está dispuesto a hacer frente a lo que implica toda mudanza. “Irme, después de todo, es algo / que estoy perfeccionando con el tiempo” (p. 98), declara, y eso es el comienzo de un acto y un pacto de sinceridad consigo mismo.

 

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