Diario La Capital - Suplemento de Cultura (agosto 2001) -
Contra la herrumbre del olvido
por Fabián Iriarte
Calabrese, Daniel. Oxidario.
Premios del Fondo Nacional de las Artes 2001
Editorial Melusina, 2001, 153 p.
“Todo es misión”, escribió el poeta alemán Friedrich Hölderlin (1770-1843), y esas lejanas palabras sobre la vida y la poesía son las que elige Daniel Calabrese (Dolores, 1962) como epígrafe de su nuevo y voluminoso libro de poemas. Calabrese es también autor de La faz errante (1990), Futura ceniza (1994) y Escritura en un ladrillo (1996). Este, su cuarto libro de poesía, fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes en la categoría “Poesía inédita Año 2000”, Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial.
Un tono de elegía parece sostener la estructura de Oxidario, evidente desde la inscripción inicial in memoriam Irma Dolores Nogueira y la que precede a la primera sección de poemas, a Francisco Calabrese, el “abuelo navegante” del autor, a quien dedica el poema “Mare nostrum”: “Nación en altamar/ en el vientre de un barco/ que ya desguazaron./ ¿Qué clase de país/ era ese país/ que se movía de un lado a otro?”. Quizás Calabrese, que desde hace varios años vive en Santiago de Chile luego de una larga residencia en Mar del Plata, siente que esa metáfora del barco como un país que va a la deriva por los mares (o, en una lectura más política, la metáfora del país como un barco que and a la deriva) pueda ser aplicada a su propia situación de argentino desplazado a la otra orilla del mar.
La referencia personal, que a veces corre el riesgo de perderse en un hermetismo irrecuperable, en este caso, sin embargo, no oscurece los poemas, sino que les otorga una significación más melancólica. El poeta se sobrepone a la inmovilidad de la nostalgia y, en cambio, opone su memoria contra los embates del tiempo: “Hay un mundo paralelo/ el mundo del olvido, donde el olvido/ no existe y la lluvia es una ilusión tardía.”. Quizás a ese trabajo de memorización, aluda, entre otras cosas, el epígrafe de Hölderlin antes mencionado.
Toda esta poesía podría enmarcarse en el género “poesía de lugar”: sus colores, sus habitantes, sus contornos han sido tomados en préstamo de un paisaje específico. Está atravesada por esas imágenes que nos resultan tan familiares y que corresponden a la llamada zona urbana, cuya característica más notable parece ser la mutación radical de sus elementos. La pregunta es, entonces, “Cómo vivir en la ciudad/ que levantaron esos viejos/ a fuerza de martillo y bandoneón/ junto a las aguas sucias de aquel puerto”.
En esa poesía férrea (literalmente), Oxidario se erige como una ciudad casi legendaria, y parece ser el nombre bautismal con que el poeta ha ungido el paisaje personal de sus recuerdos (¿Dolores?, ¿Mar del Plata?, ¿Buenos Aires?, más ampliamente quizás, ¿Argentina?), en alusión a los barcos herrumbrosos del puerto. Por eso su deseo es “Que la poesía gobierne los barcos del puerto,/ los sueños con mares, con tierra,/ y los hombres que se arrastran sobre la ciudad”. Este movimiento pendular y tenso entre tradición y cambio anima la poesía de Calabrese.
El poeta usa la figura del retorno (literal, como viaje de regreso, o metafórico, como ensoñación o como recuerdo) para evocar el paisaje de ese país y esa ciudad míticos. El retorno quizás no sea eterno, pero parece tomar la forma del círculo, como anhelo de estados anteriores, de una situación en que las cosas eran nuevas y todavía no se habían olvidado. Ese mito del retorno se manifiesta en dos cosas ostensibles: primero, como la visión algo nostálgica y ligeramente idealizada, pero a la vez consciente de las limitaciones y fallas, del pasado y después como un vago deseo de retorno al lugar de pertenencia: “Por qué me pide esta ciudad que vuelva?// Ni teléfonos celulares ni cambios/ de nave en los aeropuertos./ El ojo del perro ve esas cosas/ que nunca terminan de aparecer./ El ojo del perro, tal vez,/ pero los otros/ no pueden ver el fondo de esta oscuridad/ donde quisiéramos decir vida,/ pero decimos mundo. (...) ¿Por qué me rompe entre las piedras/ de la costa una y otra vez?”. De regreso a su ciudad, el poeta compara su mirada con la mirada del “ojo lego del perro” que percibe todo aquello que el automatismo de la mirada habitual no puede ya percibir.
Estos poemas se nos abren como su propia arte poética. El poeta advierte la sabiduría de “los otros” del Sur, de Oxidario, que van despiertos y que están alertas: “El mundo era enorme,/ casi una generalidad./ Pero ellos alcanzan a ver/ el ser que anima cada cosa,/ como las aves,/ como los que nunca entienden.// ¿El infinito era una obligación?/ ¿El verso era la llave?”.
“La oxidación del hierro produce l herrumbre”, me dice un diccionario que consulto para buscar la acepción de esta palabra. “Oxidación” es, simplemente, la combinación con el oxígeno. Paradójicamente, pero (pero en perfecta coherencia con el modo de ser de a realidad y la poesía), aquello que asociamos con nuestra vida y nuestra posibilidad de respiración también produce herrumbre. Sentado a la mesa, el poeta piensa: “Nos persigue el amor de los hierros./ Las cosas quieren elevarse/ a través nuestro”. Pero siente que “somos los dioses de esta mesa”, quizás por ese poder de la (des)escritura de salvar todo de la herrumbre del olvido.
