Prólogo a Battuta d'Arresto / Compás de espera
Ed. Ensemble, Roma
La amenaza de la imaginación
por Marisa Martínez Pérsico
¿Falkland Islands o Islas Malvinas? El topónimo elegido dependerá del lado de la historia en que nos coloquemos. El 2 de abril de 1982 la Argentina intentó recuperar las Malvinas, llamadas oficialmente Falkland, unas islas ubicadas en la plataforma continental de América del Sur bajo dominio británico desde 1833. Esta guerra desigual duro poco más de dos meses, hasta el 14 de junio, pero las Malvinas habían sido motivo de disputa entre Francia, España e Inglaterra desde su primera ocupación en 1764 por los franceses. El tratado de Tordesillas ratificado entre Portugal y España en 1494 establecía que eran españolas, así que cuando Argentina se independizó de la corona heredó el reclamo de estas tierras australes.
El mundo hispanófono las llama Malvinas por su etimología latina: fue el navegante francés Louis Antoine de Bougainville quien erigió el primer fuerte en las islas y las que bautizó îles Malouines en homenaje a la ciudad de Saint-Malo. Sin embargo, existen antecedentes de avistaje británico en 1592, 1594 y 1598: el capitán John Strong desembarcó en ellas hacia 1690. Como entre la tripulación se encontraba el vizconde del pueblo escocés de Falkland, Strong decidió bautizar el estrecho y las islas en su honor. En lengua italiana la bibliografía alterna Isole Malvine e Isole Falkland (esta última, la denominación más extendida), pero después de este preámbulo histórico el lector italiano comprenderá las connotaciones ligadas a la elección de una u otra nomenclatura. Vale decir que en Compás de espera las islas nunca se nombran directamente, se las llama “dos manchas” o “dos cráteres” en alusión a sus dos islas mayores, la Gran Malvina / West Falkland y la Isla Soledad / East Falkland.
Compás de espera es una obra inclasificable, nacida de la experiencia autobiográfica pero desrrealizada por un tratamiento meticuloso del lenguaje poético, con saltos asociativos insólitos, fluir de la conciencia, diálogos en estilo directo entrecortados y elipsis. En mi opinión obedece a un género híbrido, largo poema narrativo con unidades autónomas pero corales o novela en verso tripartita.
Daniel Calabrese enfoca la Guerra de Malvinas desde una perspectiva inédita: la espera de un soldado argentino para luchar contra los ingleses. “Ustedes son relevo, nos dijeron./ Irán a combate apenas regresen los muertos,/ los heridos y los cansados./ En ese orden” había dicho el teniente. Se trata de una espera kafkiana, angustiosa y paralizante, que al final no se concreta en la participación efectiva en la batalla porque antes se declara el armisticio: “Y llegó la contraorden:/ suelten a los pendejos,/ que ayuden a cargar los camiones.// Todos ovacionaron la derrota.// Todos buscaban la palabra Fin”. Así que la principal amenaza es la imaginación, alimentada por las noticias que llegan del frente, los propios miedos, los recuerdos de la madre y de “ella”, una mujer evocada a lo largo del libro, sin nombre propio, al igual que las islas. La atmósfera de agobio psicológico se materializa en una suerte de nonsense conceptual y existencial que refleja el frágil equilibrio entre el orden y el caos de una realidad que el sujeto no termina de comprender:
Todavía siento el peso
del arma fría
que me dio el ejército
para disparar contra la nada.
Le disparé a la nada pero no acerté.
El protagonista afirma haber jurado “algo que no recuerdo bien./ Pero siempre lo cumplo” y esta lógica arbitraria contagia el comportamiento de los animales, por eso no es extraño que una mariposa hable y amenace con devorar a un hombre. La Historia entra de soslayo como telón de fondo o murmullo lateral –y uso murmullo voluntariamente, porque la atmósfera rulfiana tiñe sus páginas de principio a fin– pero el drama colectivo nunca opaca las peripecias privadas de los personajes poéticos. Desfilan por sus páginas soldados importantes y algún “soldado chico” que “jamás tendría una biografía”, pero también animales con atributos humanos que heredan cualidades morales como en un bestiario. Así, el lector construye el friso social de una guerra más imaginada que vivida, donde cobran protagonismo los pequeños gestos de un tipo deshidratado, del teniente de manoplas de bronce, del soldado Rodríguez, del cóndor de vuelo lento y desgarbado, del desenterrador, del recluta Dalponte, del soldado Quiroga recordando los ojos de su sobrino mientras levanta la tienda de campaña, de los muertos que resucitan como Fernando, de la perra Lucy, el soldado desertor estacado en cruz, el guardia suicida o las mujeres a las que había que darles unos tragos “para que no se volvieran fantasmas”. También la muerte se convierte en personaje y mantiene un diálogo respetuoso con el poeta-soldado. No deja de ser amargamente irónico que sea ella quien venga a querer dictarle al poeta lo que debe escribir:
Tomé la decisión de escribir un libro
titulado Compás de espera
[…]
Pero enseguida vino la muerte
a querer dictarme.
[…]
Usted, me dijo una mañana,
porque ella también me trata de usted,
si va a escribir con un cuchillo
debería conocer la diferencia
entre el vacío y la nada.
Este poema metaficticio, donde se pone en juego el procedimiento especular de puesta en abismo (que Enrique Foffani hace notar en el texto de contratapa), de relato dentro del relato, es un buen ejemplo de lo dicho hasta ahora: que el discurso histórico nunca eclipsa la singularidad de los cuadros creativos y que este libro refleja una atención cuidadosa de su literariedad. La dimensión testimonial es un valor agregado pero no su finalidad primaria, que es estética. No obstante, hay guiños al contexto histórico y breves datos de archivo que nos advierten que el micromundo lírico es el reflejo de un desorden mayor. Por ejemplo, en 1982 Argentina vive en dictadura, esto explica los versos “Sintonicen las [radios] del Uruguay,/ que están diciendo toda la verdad”. Es un consejo a las madres argentinas que “cocinan y escuchan las radios” mientras esperan las noticias de sus hijos, porque el periodismo del país vecino no estaba condicionado por la censura política. También el conocimiento histórico nos permite entender mejor el poema inaugural, “Proemio”, dedicado al gran poeta chileno Raúl Zurita, donde leemos que “Los milicos me enseñaron a odiar tus países./ Por suerte no aprendí”. Esta toma de posición poética se vincula con el hecho de que Chile –también víctima por entonces de una dictadura, la de Augusto Pinochet, desde 1973– apoyó a Gran Bretaña durante la Guerra de las Malvinas. Por eso una parte del pueblo argentino consideró “traidores” a los chilenos sin considerar la difícil relación que existía entre las dictaduras de Videla y de Pinochet, que casi termina en otra guerra, esta vez por las islas del canal de Beagle, un enfrentamiento que el Papa Juan Pablo II logró frenar. El poema de Calabrese denuncia la herida gratuita entre pueblos vecinos que quedaron rehenes de dos gobiernos tiranos y, aunque adopta la primera persona del enunciador lírico y del destinatario, se trata de una invitación colectiva a superar esa brecha.
El poeta-soldado afirma que “la espera seguirá para siempre” y que en esta guerra donde “no disparó ni un solo tiro” es un “falso muerto”, “uno de los errores de Dios”. El libro se abre con una dedicatoria sin nombres propios, como en en los casos de la amada y de las islas. En su lugar elige números: 649, 255 y 3. Esto porque durante la guerra fallecieron 649 soldados argentinos, 255 británicos y tres isleños. La dedicatoria engloba, piadosamente, a todos los muertos, sin distinción. Pero dentro del libro se introduce una variación en esta matemática funesta que conduce a una importante ambigüedad –efecto caro a la prosa fantástica– sobre los límites entre la vida y la muerte. En el poema “Los números de la suerte” se sugiere que los muertos son 650: “650 se callaron para oír una tormenta” y en el remate del poema leemos que “En realidad, los muertos fueron 649/ y yo/ que no sé nada de mí”. ¿Qué tipo de muerte, agonía o padecimiento afecta al yo? ¿Qué clase de muerto nos habla en este libro? “Si hubiera vivido diez siglos esperando/ sería un muerto de diez siglos”, dice en otra parte. Así, su protagonista es un muerto en vida, un “semimuerto” arrojado a un limbo existencial. Este estado intermedio entre la vida y la muerte evoca la cínica frase del dictador Jorge Rafael Videla en una conferencia ofrecida a la prensa en 1979: “no están muertos ni vivos, están desaparecidos”. No sorprende que el poeta-soldado se declare “un falso muerto. Uno olvidado”. También la música parece anunciar su defunción: se dice que un chico, en un refugio, canta una balada en inglés, y las notas musicales, en el aire, forman los números 6, 5, 0.
Como vemos, en este libro los muertos hablan, se mueven, se ríen, opinan: “Los muertos regresan./ Yo apenas me asomé, es algo diferente”. También están “Los que aprendieron a volar después de muertos/ y ahora ven chispas del planeta”. Algo así le sucede al soldado Rodríguez, pero en las profundidades del mar: “Rodríguez no sabe lo que pasa,/ sigue con su vida de soldado en el abismo. Fuma unos petardos negros, marca Particulares,/ […] En fin, ventajas de algunos muertos/ que todavía viven”. Otro soldado pidió “que sostuvieran su cabeza/ rota por un balazo”. En mi opinión, este libro de poemas pertenece a la tradición del género de horror. Los muertos que hablan forman parte de la literatura más antigua de la humanidad, desde el Poema de Gilgamesh hasta clásicos universales como Otra vuelta de tuerca de Henry James, donde los vivos conviven con los muertos en una tensión irresoluble. De América Latina no podemos olvidar a Pedro Páramo de Rulfo, donde los personajes son seres incorpóreos que arrastran ecos del pasado, ni Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, con el fantasma de Prudencio Aguilar que persigue a José Arcadio Buendía, o la novela La amortajada de la chilena María Luisa Bombal que nos presenta la voz narrativa de un cadáver. La apuesta de Calabrese por una lírica del horror se evidencia en pasajes como el siguiente:
No sabía que era condición de los muertos
el regreso.
Los traían en bolsas plásticas,
hinchados y con la lengua seca.
Supe que esas luces que me hablaban
eran ellos.
Váyanse, váyanse, les grité sin alzar la voz
que si ustedes regresan nos mandarán al frente.
Pero se reían, no me duele, dijo uno,
[…]
Este es un idiota, no sabe
que el primer trabajo de un muerto
es regresar, dijo el otro.
[…] Y se extraviaron.
Cada poema de Compás de espera es el fotograma de un relato mayor, con imágenes en blanco, negro, gris y rojo. Construido con escenas oníricas memorables, este libro ensaya la combinación de series semánticas, una del ámbito bélico y otra ligada al paisaje patagónico, recreando una atmósfera extraña, hecha de horror y belleza a la vez: “Los ladridos de un perro son disparos que perforahorrorn la tapa de la noche./ Y vemos las estrellas por esos agujeros”; “me dejé llevar por las amapolas del agua”; “El abismo tenía todas esas bocas diciéndome:/ ¿Por qué te fuiste?”. También el léxico musical está presente desde el título, con la locución coloquial Compás de espera para indicar un silencio que metafóricamente significa interrupción de un asunto por un tiempo breve. Otras referencias musicales son aplicadas a la guerra: “Los cráneos enterrados en la arena, desmemoriados, ciegos, cajas de resonancia/ que alguna vez se llenaron de otros seres/ que a su vez estaban llenos de sueños”. La conjunción de recursos específicos del lenguaje poético, de la ficción fantástica del horror y del testimonio autobiográfico decanta en una voz que rehuye etiquetas, en una aventura creativa inédita llamada Compás de espera. O quizás sea, simplemente, la estrategia de un muerto que escribe poemas para existir.


