Textos escogidos
Oxidario
El primer déjà vu
Un caballo sobre la pampa y un árbol.
Un caballo que se mece
con la ternura de un barco.
Un caballo de miel
y dos riendas duras.
Qué. ¿No viste la muerte,
cómo cabalgaba?
Un caballo de madera
y un árbol partido vagando
por tierras inútiles.
Y recordé cómo fui:
ausente, mecido, triste, líquido.
Qué. ¿No viste la muerte,
cómo cabalgaba?
El regresador
Aquello que terminó
está sucediendo todavía.
Aquel amor que fue, regresa.
Porque todo lo que lleva sangre o música
tarde o temprano se reanuda.
Pero cuidado.
Mi carne te conoce,
mis dedos caminaron ya cien veces
en la luz dormida de tu cuerpo.
Y no es agua la sed.
No basta clavar un puñal en el cielo
para desatar una tormenta.
Intocable
Ella está en su lugar
y no hay nada que hacer.
Ni sacarla del mar, ni salir
a terminar con la dureza del sol.
Un deseo no es ley
aunque se pague la culpa
matando a unos cuantos
dioses de barro.
Yo la siento, la sentía
como al oxígeno,
como a un cuello de botella
en los puños apretados.
Vino a ocupar este sitio
y no hay nada que hacer.
Ni entregarse como un bruto
a los trabajos de la mañana,
ni perder el tiempo armando cartas
o bendiciones públicas.
Ella está en su lugar.
Lo demás
es materia de condenados.
La enumeración
Once amigos y un traidor.
Un río extraño:
tal vez más ancho que largo.
Miles de calles cruzándose
y buscando el infinito
(sin embargo era una sola
y regresaba al origen).
Buena sangre,
para que circule la memoria.
Mala sangre,
para que además de circular
la memoria te haga luchar por algo.
Doscientas viejas cúpulas
y hasta ahí alcanzaban mis ojos
en esos años en que no sabía
alzar la vista.
Diez horas de ceguera
y los ciegos llenos de mi piedad relojera.
Un sombrero arrugado y vacío.
Una mesa, un paño,
un hombre encarcelado por la luz,
soñando con las brasas de una palabra lejana.
Agua, aire, tierra y fuego:
el ladrillo tiene los cuatro principios
(podemos construir,
estamos aptos para la escritura).
Mucha lluvia todo el año,
así la ciudad que uno toca y oye
metido en el óxido
pueda verse cada día.
Once poetas, un traidor.
Una fosa.
Dos bolsas de huesos encontrados con las manos.
Un perro que entiende los ojos del hombre
y la tristeza del río que se trepa en la mirada.
Una mujer de hierro en cada plaza,
y que la lluvia tarde siglos
en llegarle al corazón.
Una mujer de hierro al costado de la vía.
esperando de su amor un fuego irreal,
con dos guantes de amianto.
Treinta libros viejos,
la mitad leídos, la mitad hecha pedazos.
Una rueda de hombres ocultos
tratando de encerrar el tiempo.
Once músicos, un traidor.
Cuatro estrellas y una cruz: el Sur.
La mitad redonda de una naranja.
El tratado de Piazzolla sobre estas calles,
y un cielo para las cosas: la tierra,
porque todo ahí es verdad.
El movimiento indiscutible de las piedras,
los mares y los zapatos.
Los surcos en las caras de los viejos.
Una permanencia que, hasta ahora,
no se mezcla entre la gente.
El zapatero y todos los que puedan
ver las cosas con su propia luz.
Dos cuerpos: dos y dos
el que traemos puesto
el que llevamos para el impacto,
el otro, el otro,
y cuando se junten esos cuatro
sean dos (y dos en el espejo), dos
subiendo la escalera tomados de la mano
metidos en un solo cuerpo, cuatro piernas,
dos cabezas (ese monstruoso amor).
El primer óxido
Se oxidaron los hombres del puerto
y los buques olvidados parecieran sangrar.
El agua turbia los deshace, apenas.
Se oxidó en el horizonte,
aquella línea ligeramente curva.
Oxidado está el amor, el viento,
y las puertas cerradas no se pueden abrir.
Oxidada la belleza de los cuerpos,
la sangre en las cadenas.
Se atasca el reloj pero no detiene
su viaje corrosivo,
la herrumbre de los muertos,
la pudrición de la historia.
El segundo óxido
Del húmedo bandoneón
brota una especie de letanía.
El húmedo teclado escribe las cartas
más lentas y ahora
las húmedas fotos bajo la lluvia
quedaron así.
Se oxidaron los broches
los botones de las camisas
y las cuerdas entorchadas de la guitarra.
Se oxidaron los anteojos.
La luz de la avenida es como la del infierno.
Se oxidaron tus ojos
de tanto mirar los barcos.
Tus labios se oxidaron y marcaron mi frente.
Se oxidó el reloj, se detuvo el tiempo.
Oxidados son los desaparecidos,
las cruces, los perros buscadores,
las bolsas de huesos.
De los cuchillos enterrados no quedó nada.
Se oxidaron los paraguas, los anzuelos,
los peces de hierro y la fuente de la plaza.
Del húmedo bandoneón
brota una especie de escritura.
El húmedo teclado toca las melodías
más lentas y ahora
las húmedas fotos bajo la lluvia
quedaron así.
El tercer óxido
Se oxidó un crucifijo en el fondo del mar
con todos los hijos de Dios.
Todavía me acuerdo del capitán Pilatos
que los dejó morir en el aire.
Lo clavaron al cielo y cayó
por el peso de los clavos en sus pies.
Un hombre que vuela es una cruz.
Su mirada que cae al mar
y los brazos abiertos en largo viaje.
Oxidada está su muerte de tanto
pasar por el agua.
Ahora es tarde.
Hay una canción que busca,
igual que el humo, sus caminos en el aire.
Ahora es tarde, muy tarde.
Se oxidó el avión y el zumbido
del motor se enterró en el silencio
como una luna roja que surca la memoria.
El cuarto óxido
Se oxidaron los trenes, los teléfonos,
se oxidaron las patrullas,
las sirenas de los barcos, los remaches,
las antenas, la aviación.
Se oxidó hasta la madera de las vías
y los gatos se oxidaron en los techos,
atontados de humedad.
Se oxidaron los flejes,
los tesoros hundidos, el galeón
y las butacas de los cines.
Se oxidaron la república y su escudo,
los insectos, sus faroles
(los insectos crocantes de Buenos Aires).
Con la humedad y el silencio de estos años
se oxidaron los bancos, las esquinas
y las alas de los pájaros en pleno vuelo.
Se oxidó toda esta noche, el Odeón,
la quietud de los árboles y la cerveza.
Ahora la sangre es un mineral terroso.
Ahora la belleza es de color ocre.
El quinto óxido
Mis dedos corren sobre la guitarra
como corre el tren sobre la hierba floja.
Las cuerdas se oxidaron.
Una melodía muy pesada
se detiene encima de la vía,
donde pega justo el sol.
Hay un horizonte de dos líneas,
una locomotora que lo arrastra.
Tomo un riel con cada mano,
apoyo mis oídos
y una canción metálica
suena por última vez.
Es extraña la muerte.
Y pasa el tren
con su mayoría silenciosa
mirando cada uno a su costado.
Singladuras
Ella sabe de barcos,
a mí me ahoga el rumor de la lluvia.
Ella encuentra misterios, llaves
de bronce, palabras, silencio,
porque las húmedas ciudades son baúles
y ella sabe de barcos.
Yo siempre he buscado tesoros
atento al mensaje, al olor de madera
que traen los vientos.
No sé por qué mi cuerpo lleno
de sangre es una copa
o un timón que gira.
Ella sabe de barcos,
a mí me ahoga el rumor de la lluvia.
Pero ella pertenece al mundo movedizo.
No teme a los relojes, a los mares, a los trenes.
Si una cadena es música de hierro,
una moneda puede ser el sol
porque las húmedas ciudades se disuelven
y ella sabe de barcos.
Yo soy del cobalto y la ceniza,
un caminante que naufraga en tierra
y se hunde en la avenida lentamente.
Cuando flota la luna sobre el río
con una sola piedra he derramado
su arena blanca en toda el agua.
Ella sabe de barcos,
a mí me ahoga el rumor de la lluvia.
Embalse
¿Vieron flotar a las hormigas en la inundación?
¿Cómo se abrazan y forman un solo pueblo?
¿Cómo se mueren las de abajo?
Hay que verlas pasar en la corriente.
y que no se topen con tus piernas en el vado.
Subirían como a un árbol encendido,
como a un fósforo, subirían.
Esto es amistad: un atardecer
con la parte baja de una esfera luminosa
ahogada en el agua.
¿Vieron flotar a esa bola de gente,
medio dormidos, un poco roncos,
mal vestidos y hacinados en un tren
que se lo lleva la corriente?
¿Vieron cómo aguantan la respiración
a las siete de la mañana?
Las buenas aguas
Llueve en Buenos Aires.
No es la lluvia de oro que Dánae bebió,
no es la mente de cristal de los pianistas,
no es otra cosa que la lluvia:
esa rara tenacidad.
Hace tiempo Buenos Aires
debió llamarse Buenas Aguas.
el ruido de la lluvia sobre el piso.
el ruido de la lluvia sobre el techo.
el ruido de la lluvia sobre el agua.
el ruido de la lluvia sobre el parque.
el ruido de la lluvia sobre un auto.
el ruido de la lluvia sobre el río.
el ruido de la lluvia sobre el toldo.
el ruido de la lluvia sobre el vidrio.
el ruido de la lluvia sobre un diario.
el ruido de la lluvia
que no deja oír los pájaros.
el piso el techo el agua
un auto el río el parque
el toldo el vidrio un diario
los pájaros
La lluvia toca la ciudad, estos edificios,
moja los sueños que cargan los hombres
y toca la luz de sus cuerpos, los niños,
el aparejo en el puerto,
las sillas de plástico y los bares
en mitad de la vereda.
La lluvia toca esta ciudad y debe
pasar al otro lado del tiempo,
porque cuando no llueve
la lluvia sigue sucediendo.
¿Será un espejo esta ciudad?
¿Será una burla?
Misterio
Una chica abre los ojos.
El río avanza y cae del cielo
una fina llovizna.
Hay un momento de confusión.
Pero la chica cierra los ojos,
el río se detiene,
la lluvia escampa.
Tampoco hay que tener prisa
Al costado del camino
esas piedras redondas.
Al costado del camino
la mirada negra de las víboras.
Al otro costado
los alborotadores de la sangre oscura
y una vieja muerta, un pedazo de papel,
las ratas apuradas,
el solcito,
la basura viajando hacia atrás.
Almagro
En una casona de la calle Bulnes,
alta como un cerro,
descendimos de los sueños como en un río.
Nuestros cuerpos rodaban por el tiempo
y la luz se disolvía en el agua, igual que siempre.
Era el mismo río y las orillas
de esta ciudad corrían hacia atrás
como en una vieja melodía.
Navegamos muchas horas
antes de hundirnos.
Desde el lecho, desde el fondo,
las nubes de acero tapaban el sol
y buscaban el mar con ansiedad.
Después apareció una de esas sombras
que muchos cuerpos esperan.
Podría ser una mujer
o podría ser un arma
que se hundió en mi pecho
como en un sumidero.
Y todavía se oxida aquí,
en lo más hondo.
Las cosas que se están muriendo
Lo que entendimos por muerte.
Eso que dejaron los ciegos, el sol
que no vieron, el rastro que olvidaron
cuando atravesaban el aire.
Lo que aplastaron los tanques.
Aquella oscuridad enterrada en una bolsa.
La que tiene los labios de lata
y la beso y se le caen.
El ojo rojo de los cigarros en la noche,
las tradiciones y los cambios, la razón.
El abrelabios, la sal de tu boca.
El mar.
Me prometiste que estarías cerca
y que el río de hombres y mujeres que me arrastra
no desaguará en el desierto,
que la noche más pesada no se ocupará
de nosotros.
Eso está muriendo: las promesas,
lo que entendimos por muerte,
la razón.
Dudar o no dudar
Yo la he visto,
es una mujer doble: ella y una sombra, ella
y otra persona menuda que la sigue.
Es borrosa, como de ceniza.
La he visto avanzar, a ella y a la otra.
Una come y se limpia los dedos
con áspera lengua felina,
con dos hileras de dientes al sol.
La otra muerde pero no corta,
una hoja de hierba rompería sus labios.
¿Cuál de las dos es la ilusoria?
Ella lucha con el amor, la otra
lleva un cántaro y lava sus pies.
Tal vez no exista, como los números,
pero ella la escribe, la dibuja, la arrastra
como a un carro de vírgenes dormidas.
Yo la he visto alguna vez
y sé que cuando camina por las calles
contra el sol de noviembre,
hay que estar muy atento para verla.
Y que si muere, a su lado, más atrás
hay otra tumba, antigua y difusa,
apenas removida por un niño con un palo
que dibuja pequeños seres en la tierra.
En este lugar
Camino solo frente a los vidrios
y las luces me atraviesan.
Pienso en los padres de mi cuerpo.
En la hija de mi cuerpo.
Camino, viajo, sigo
y me atraviesan hondamente.
Pienso en el amor.
En las pausas del corazón.
Una sombra está echada.
Una vida me lleva de los pelos.
Detrás de la paredes miento.
Detrás de las paredes
se está haciendo la muerte.

