Revista Chilena de Literatura N° 45 (nov. 1994) -
De lo ígneo y de lo líquido
por Sergio Caruman Jorquera
Calabrese, Daniel. Futura ceniza.
Ed. Cafè Central, Barcelona, 1994
[Cada vez que intentamos hablar de algo caemos –inevitablemente- en la etiquetación, que no es más que un intento fallido –por fortuna– de designación rígida. Así, hablar de poesía reflexiva, es ya colocar un rótulo, y ella dirigir una experiencia de lectura, que para los otros lectores puede arribar a distintos puertos, puertosotros que los de la reflexión. Sin embargo, cuando hablo de reflexión, lo hago en su doble acepción: 1 Fís. Acción y efecto de reflejar o reflejarse. 2 fig. Acción y efecto de reflexionar. Valga este escollo inicial a fin de entender correctamente lo que a continuación se dirá.]
Dos ejes semánticos –o isotopías en términos de Greimas– presiden y atraviesan el texto en su discurso poético desde el título hasta las palabras finales: lo ígneo y lo líquido. Lo ígneo se hace presente ya en la “ceniza” inicial, y culmina en el “asbestos gueloos” (risa inextinguible). Ambos conceptos, empero no se contraponen ni se contradicen, antes bien, el agua y el fuego son manifestaciones de una realidad única e irrepetible transmutada por la palabra, fuente primigenia y mágica capaz de conciliar lo que a los ojos mortales parece combatirse sin remedio.
La palabra posee un origen divino, y por extensión, es un don divino: “La sangre toma la forma/ de un río que habla/ para huir del paraíso” (I, Conocimiento). Y ya en sangre se ha producido la conciliación del agua y el fuego: la sangre participa de la naturaleza líquida, pero su color y su energía vital remiten al fuego. Los elementos no se combaten, sino que permanecen en comunión, pues esa pareciera ser la respuesta que surge cuando el hablante lírico exclama: “...(nadie ha explicado aún si la sangre/ es de agua o de fuego)... (II, Razón)”.
Pero además cada uno de estos elementos –también en el sentido de constituyentes primarios de la naturaleza– construye su propia isotopía, que se desplaza por la variedad sígnica: /agua/: “(...) hablábamos con sorbos (...) Somos (...) peces del aire/ pura sed (I, Naturaleza)”; “(...) lloverá sobre nosotros/ y sobre la faz de lo innumerable (I, Permanencia)”; “Ahí: en el lugar donde trabaja/ la savia del pino buscando las alturas,/ hay una mujer de nieve que se hunde con su alma de agua (I, El encuentro)”. A la isotopía del agua se agrega la Luna, astro que por excelencia rige las mareas, los flujos, los líquidos corpóreos: “De los versos el cáliz/ donde tanto se bebe la luna disuelta/ en el agua estancada de las trincheras/ (como el río crudo que sabe a género viejo/ pero abriga la sed) (I, La ruta inclinada)”; “(...) El pozo donde los buscadores de palabras/ se disputan una luna oxidada,/ una perla ebria de silencio (II, La caída)”.
Por su parte, la isotopía del /fuego/: “vivir tomando de modelo un número/ quemado en el candelero/ por haber alcanzado la luz y la ignorancia/ de una sola vez (II, Razón)”; “Somos solos en la grieta,/ testigos del rayo y la palabra,/ faros desnudos que roen el espando/ para alimentarse de la combustión (III, Materia encendida)”; “Las cosas fueron horneadas,/ empujadas hacia la maravilla,/ poseídas y rotas (I, El encuentro)”.
El agua y el fuego no se disocian y permanencen indisolublemente unidos porque refieren a un mismo fenómeno: la palabra. En el Verbo se con-funden, y éste viene a ser habitación sagrada que remite a un perdido y doloroso origen celestial. El hombre hace uso de la palabra sin meditar en esta condición sacra, no reflexiona en/ de su quehacer escritural, oral, poético. Y esta reflexión en y de la palabra se logra a través de los espejos (que también son otra manifestación de la intersección anímica del agua y del fuego, ya que la superficie del espejo nos envía a una superficie líquida, pero su constitución como tales planos reflectantes se ha producido a través de un procedimiento que consiste en someter arenas especiales a altas temperaturas): “Entre la tierra y el sol/ celebran los hombres imagen/ su corazón de espejo (I, Noticia)”; “El grito oprimido en el cielo y el espejo/ (...)/ El espejo se ha quedado con una parte de ella (II, Los márgenes)”; “Ella tiene el espejo donde se emocionaron tantos/ frente al dolor de sí mismos (II, Evocación)”.
La cosmogonía resultante nos configura un universo (y estuve casi tentado de precisar uni-verso) que se inica en la palabra y en ella acaba. Pero como el Hombre (figurado por Hefesto en, III Materia encendida) ya es incapaz de reconocer los vínculos de lo sagrado en la palabra, es objeto de la burla y de la risa de la divinidad, representada por las presencias invisibles de quienes moran en el Olimpo. Hefesto –o Vulcano entre los latinos-, nos recuerda la mitología, es hijo de Zeus (o Júpiter) y de Hera (Juno); por su fealdad y deformidad es arrojado desde las alturas olímpicas a las profundidades de la Tierra, caída que lo dejará cojo (y esta caída nos remite a la otra Caída, expulsión primera que el hablante lírico ya había anticipado en I, Conocimiento: “la sangre toma la forma/ de un río que habla/ para huir del paraíso”). Hefesto trabajará en los ámbitos subterráneos de un volcán (el Etna), y secundado por los cíclopes fabricará los rayos que su padre (Zeus) utiliza a diestra y siniestra a fin de imponer su voluntad y castigar a los réprobos. Hefesto cultiva el trabajo de los metales (y por ello está próximo también a Caín, cuyo nombre en hebreo significa “herrero”), insufla el hálito a la fragua, y templa los metales (en especial las armas: “Todo nace y regresa a su fundición/ como el escudo de Aquiles/ que abarca el Universo/ desde el agua a la palabra (...)”) combinando el fuego y el agua, que darán parte de su sed a la naturaleza de las armas resultantes. De igual manera procede el hablante lírico, quien en la metalurgia de la palabra combina similares procedimientos, es decir, es un artíficecreador de artefactos, y no un mero artesano mostrador de una técnica) de la palabra, un hijo más de Hefesto (o de Caín) que ha debido construir una naturaleza otra a partir del verbo y cuyas producciones a veces mueven a la burla divina. En esta medida, todos somos creadores sometidos al severo escrutinio de lo Alto, pues ya el hablante lírico se ha encargado de incorporarnos en su proceso de descenso a las profundidades con la apelación de la segunda persona (“ella”, para efectos del poema): “Tu mirada era un viaje de seda/ que iluminaba tenuemente el sendero (III, Materia encendida)”; y desde este “tú” nos traslada a “nosotros”: “Éramos en el volcán (id.)”.
Aquí surge toda la lectura intertextual del clásico descenso a los infiernos, línea que se manifiesta con la invocación de un pasaje de La divina comedia, con la atracción de un verso de Hölderlin, y principalmente, con el referente más inmediato e importante, La Ilíada. Pero, y he aquí lo interesante de esta escritura poética, las posibilidades de interpretación vía intertextualidad y vía referentes de la ausencia (todo signo es ausencia diría Eco) no se agota con esta lectura, pues aún no hemos explorado la vertiente de la simbología cristiana implicada en el discurso poético. De hecho, su título –Futura ceniza– nos instala ya en la advertencia bíblica (“polvo eres y en polvo te convertirás”), que en el decir de un grande la la literatura española será “polvo enamorado”, y en el decir de Daniel Calabrese será “polvo flamígero”; no olvidemos, además, que uno de los íconos más evidentes del amor, en su condición de pasión, es el fuego. Dentro de la línea de interpretación cristiana tampoco me referiré, por razones de lo extenso que ya es este artículo, a la cantidad de poemas que componen la obra (33) ni a la subdivisión en partes de la misma (3); menos aún –pues ni siquiera la anécdota es despreciable como posible constructora de sentido- al nombre del poeta, Daniel, que en hebreo significa “Dios es mi juez”.
Para finalizar cabe precisar que la poesía, tal vez como todo el arte, lejos de ser una entretención o una forma de evación de lo circundante, se constituye en un proceso de indagación y respuesta simultáneo, que involucrará al productor poético y a su receptor virtual en una instancia de búsqueda de conocimiento, de persecución infinita de las respuestas esenciales, un esfuerzo que, no por arduo y trabajoso, será menos fructífero y válido.