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Diario de poesía N° 61, Buenos Aires, Septiembre de 2002

 

 

Aquello que terminó está sucediendo aún

 

Por Raúl Zurita

 

Con una vertiginosidad apabullante, el mundo nos hace presente sus extremos. Por un lado la omnipresencia espesa y chirriante de los bombardeos, de las explosiones, de las tragedias y aniquilamientos, y la reiterada secuencia de las ruinas, de los países en quiebra, en suma, de lo que se nos impone demoledoramente como la realidad, y por otro, esa sutileza casi imperceptible, infinitamente tenue, parecida a los movimientos elementales de sobrevivencia que realizan las  bacterias o los organismos monocelulares y que llamamos “el poema”. ¿Qué puede significar hoy un libro de poemas? ¿Qué representa? ¿Para quién se escribe?

            Irremediablemente, Oxidario, de Daniel Calabrese, nos coloca frente a esas preguntas. En síntesis: ¿por qué existen precisamente esos poemas? ¿Por qué uno se tomó el tiempo de realizar ese ejercicio, cuál era su sueño, a qué parte del mundo correspondía? ¿Por qué un ser humano, alguien, puede escribir que “Aquello que terminó/ está sucediendo todavía”? ¿Qué sucede y qué es lo que terminó?

            Quisiera creer que hay una respuesta. Los poemas de Daniel Calabrese nos hablan de un deterioro, de una humedad que lo va oxidando todo: un horizonte, una ciudad, un tiempo que también se va corroyendo como si fuera otro objeto más. Los poemas carecen de énfasis, se trata más bien de una revelación, de algo que se dice casi como si se respirara, de una confesión que le atañe a la totalidad del cosmos pero que está susurrada como la más íntima y frágil de las confidencias. En ese sentido, su tono parece más montevideano que bonaerense. Como digo, no hay exclamaciones, pero pocas veces las palabras pueden mostrarnos un silencio más estridente, una delicadeza más abrupta y demoledora:

 

“Los poemas olvidados

el arroz, la vertiente

aquellos cuerpos.

 

¿Por qué las olas

los devuelven una y otra vez?”

 

            Son los versos del final del “Quinto dejà -vu” y la pregunta toca lo más permeable y sacrificado del mundo que somos. Lo definitivamente hiriente es que ella se nos plantea como algo ya antes visto, que en rigor carece de importancia o, mejor dicho, como si este poema (y todos los poemas) también perteneciera a esa marea arrasadora de las cosas que están allí solo para sernos fatalmente devueltas, entregadas por millonésima vez y vueltas a poner delante de nuestros ojos porque su única realidad consiste en que las volveremos a olvidar para recuperarlas y nuevamente volverlas a olvidar, condenándonos infinitas veces a la eternidad de una resurrección inútil, sin futuro.

            Es, creo, esa condición de la historia la que nos levanta Oxidario. Estos poemas están allí, fueron escritos tal vez porque no nos es posible otra cosa que la reiteración ciega de un mismo gesto, de una misma mirada, y donde el óxido, lejos de mostrarnos la fatalidad de un fin, es la única esperanza de que algo por fintermine.

            En el fondo, lo que se desea es que termine la escritura. Que un mundo más benigno ya no requiera de ella porque, desde Homero, escribir ha sido escribir y volver a escribir permanentemente los signos de la locura, de la violencia y del descuartizamiento. Los poemas así parecieran volcarse contra sí mismos para constituir una forma básica de sobreviviencia y perdurar en un medio donde las posibilidades de tener al menos palabras se han vuelto casi nulas. Oxidario responde en ese sentido a un eco ancestral, su intención es que todo definitivamente se oxide para que al lector solo le quede la posibilidad de alzar desde lo corroído para siempre el increíble sonido de un nuevo aliento. Es lo que está en “Unas horas de piedad”:

 

            “Creo que puedo retorcer

            mi corazón con estas manos

            y lavarte los vidrios,

            besarte los ojos.”

 

            Esa piedad atraviesa los poemas. De allí su elocuencia sin alardes, contenida, apenas audible. Los poemas de Daniel Calabrese inscriben una nueva forma de tristeza, como si quisieran recordarnos que, contra todo, siempre fue posible el amor. Es esa locura del mundo, que pudo haber sido exactamente su contrario, la que se hace presente en este libro, porque la falta y el yerro son tan monstruosamente enormes que de ellos ni siquiera son responsables las llamadas acciones humanas, nuestros actos concretos, sino un agente externo, algo del todo innombrable que por ahora y para nosotros ha tomado el nombre de estos poemas. Así, Oxidario es heredera, más que de otras obras, de Trilce. Pero de un Trilce sin la furia de la sintaxis, de las palabras entrecortadas, de los puntos suspensivos, y donde ni siquiera la desesperación es posible porque ha sido reemplazada por algo aún más sordo, más recóndito y desesperanzado. Oxidario parece decirnos que en este cambio de siglo mirar ya es en sí un énfasis y por ende una desmesura. Vallejo también quería decirnos eso.

            Creo que, al menos en parte, es eso lo que hace de este libro de poemas y de su voz, de su melancolía, algo entrañable. El óxido que corroe Buenos Aires (aunque insisto, hay algo profundamente montevideano), que corroe el amor, los teléfonos, la lluvia, la cruz, tiene un sesgo salvador. Se trata, en última instancia, de un hipotético, casi invisible sentido. En las últimas líneas de “Formas de hacer una artesanía” se dice algo de aquello:

 

            “Hay un soldado romano que necesita

            de mí hace dos mil años

            para que se cumpla esta escritura.”

 

            Es decir, para que el óxido se cumpla y de este modo el tratamiento que le ha dado el mundo a sus ínfimas reiteraciones, a la persistencia repetida de la cruz y del horror, encuentre en la levedad de las palabras la piedra sobre la cual comenzar a edificar una iglesia que no podrá tener otro evangelio que apostar a una posibilidad infinitamente remota, no creíble, de un comienzo del todo nuevo. A esa posibilidad es a lo que hoy llamamos “el poema”. Oxidario es en la poesía latinoamericana de hoy una forma extrema, en el borde de la muerte o, lo que es lo mismo, en el borde de las palabras, de hacer presente esa Biblia invertida, remota y plural.

 

                                               San José de Maipo, Chile, noviembre de 2001

 

 

Nota: Oxidario obtuvo uno de los premios del Fondo Nacional de las Artes y fue publicado por editorial Melusina en 2001. Cuarto libro de Daniel Calabrese (Dolores, 1962). El autor reside en Santiago de Chile. Es director de Ærea, Anuario Hispanoamericano de Poesía.

Zurita sobre Calabrese en Diario de Poesía n° 61

Prólogo a Ruta Dos, Editorial Visor de Madrid (España)

 

 

Palabras a Ruta Dos 

 

Por Raúl Zurita

 

Límpidos, heridos y a menudo maestros, desplegados en una de las secuencias más notables de la poesía de hoy, los poemas de Ruta Dos de Daniel Calabrese son, antes que nada, un triunfo de la poesía entendida como un arte no de las palabras sino de lo que nunca han podido decirnos las palabras.

Este libro va trazando un itinerario que es a la vez geográfico y mental, biográfico y metafísico, para alzarse en última instancia como una gran metáfora de la vida, del viaje y, por ende, del extravío. 

Inspirado en un paisaje concreto, lo atraviesa una extraña religiosidad, una suerte de nostalgia de un lugar inexistente y de un tiempo al que ya no se regresará nunca —como nunca uno se baña dos veces en el mismo río—, cuya radical imposibilidad está en el origen común de la utopía, del sueño y de la desgracia.

Con un lenguaje contenido, preciso, de una belleza que jamás cede al alarde, como las corrientes de esos grandes estuarios que por su enorme caudal apenas parecen moverse, pero que pueden arrasar con todo cuando se intenta detenerlos, Ruta dos confirma que la obra de Daniel Calabrese se cuenta entre las más rotundas y sobresalientes. Es, junto con otras cumbres, una ratificación de la potencia y originalidad de la poesía latinoamericana actual, de su impresionante capacidad de renovación, de su magistralidad dolorosa e imponente.

         

Cubierta de Ruta Dos, Visor Libros
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